Son rachas, te dicen los amigos bienintencionados que suelen acompañar la frase con un “aquí me tienes”. Y como son amigos me los creo de verdad. Porque sé que solo tengo que coger el teléfono y llamar para notar su calor, sus consejos, su sentido del humor, la pasión por la vida y por reírse como medida curativa, no de camuflaje, aunque algunos estén como es el caso, en otro continente.
La vida está ahí, cruda y desnuda y hay momentos en los que una se da cuenta de lo bien elegidos que están los amigos como bálsamo y escudo. Esos momentos en los que te levantas dando buenos días a la tristeza y un encuentro, una comida, una sobremesa, un mensaje incluso te ponen la tirita, te recomponen lo suficiente para hacer frente y vuelves a estar a punto para seguir, sobrevivir a veces sin más ni más cuando no hay más salidas y la pena pega fuerte. Buenos días tristeza. Aquí estoy, aquí me tienes. Pero no estoy sola.
La muerte, que es lo único en esta vida que no tiene solución, ronda por mi familia desde hace un tiempo. Los recuerdos de la niñez, los momentos compartidos, el amor y cariño que sientes hacia alguien aunque pase tiempo sin verles. Mi tío Paco, el hermano pequeño de mi madre, que vivía en Puente del Arzobispo (Toledo) murió hace tres semanas de un infarto cuando volvía de unas vacaciones con su mujer y amigos del pueblo. Mi prima Raquel, su hija, me dijo llorando en el velatorio: “Te quería tanto, decía que eras su sobrina favorita”. Y yo lo sabía. Más madridista que Bernabéu, le iba enseñando a todo el pueblo lo que escribía cuando trabajaba en ‘Marca’ y cubría la información del Real Madrid. Mi primo Oscar, su hijo, me comentó también que había veces que no estaba de acuerdo conmigo. Sobre todo cuando dejé el periódico y empecé a hacer opinión para ‘Mundo Deportivo’. También lo sabía. Con la sorna, el sentido del humor, y entre su barba poblada y canosa de abuelo de Heidi me soltaba : “Igual te estás pasando un poco”.
Hubo un día que de repente mi tío Paco se hizo una cuenta en Facebook -que yo apenas uso- y respondía a los artículos que yo colgaba con un “me ha gustado mucho, hija, muchos besos”. Y yo me hinchaba porque a mi tío le había parecido bien. Me preguntaba cómo veía a veces los partidos en la previa de los importantes por el chat privado, y cuando conoció a mi marido culé, bromeó con los árbitros y se rieron mucho. Se cayeron bien.
Espero, mientras escribo, puede ser hoy, o mañana, o pasado, una llamada que me dirá que mi tía María, la hermana pequeña de mi padre, ha muerto. Enferma desde hace tiempo pude despedirme de ella. La última vez que la vi, el 1-O en Alcorcón, la besé, la acaricié, le dije que la quería mucho y me aguanté las lágrimas, hice bromas y le pregunté por su nieto y ella por mi vida en Barcelona, que trufé de anécdotas -ninguna inventada- para que sonriera, y lo hizo. Quería un buen adiós o, por si acaso, un buen hasta luego. Ya no nos va a dar tiempo.
Uno de los recuerdos que con más claridad guardo en mi mente es un viaje en coche a Ávila -donde nació- junto a mi prima que me lleva solo cuatro meses de edad, mientras fuera nevaba y mi tía nos iba entreteniendo con historias. No recuerdo cuáles exactamente. Sí que me encantaba estar con ella porque era una gran fabuladora; ponía voces, hacía silencios, miraba fijamente con esos ojos de azul hielo de mi abuela, ella, mi padre, que tanto reconozco como parte de mi vida y que sin embargo eran, han sido, son, tan cálidos como una estufa. Siempre me ha llamado “mi niña”. Cuando lo era, cuando me fui a vivir sola en Madrid y cuando hice las maletas y me vine hace 14 años a Barcelona y llamaba por teléfono. Me sacaba dulces cada vez que iba a verla porque sabía que soy golosa. Y en Navidad una bandeja hasta arriba de turrones. Y aunque no tuviera ganas, siempre cogía alguno.
Ninguno de los dos me habló jamás de política. Les caía muy bien Santi, mi marido catalán, me preguntaban qué tal estaba yo y mi maltrecha espalda. Justo ahora, que parece que el mundo a mi alrededor se ha vuelto loco, me acuerdo del puesto de las chuches en Puente del Arzobispo y la casa blanca, encalada, de mi tío Paco en Puente del Arzobispo, que siempre me daba cinco duros para que me comprara algo. Y de lo que le gustaba hablar de fútbol conmigo después y chinchaba con el Barça cuando podía, ¡anda que cómo estarán por ahí, hija!
Justo ahora que todo me parece marciano, y se habla de familias fracturadas y tensiones, recuerdo que mi tía María me preguntaba siempre por los hijos de mi marido y quería que le enseñara fotos, porque “estarán muy altos; “fíjate, si son ya unos hombrecitos”, exclamaba mirando mi teléfono móvil.
Hoy, ahora, abrazo a la pesadumbre cuando no me queda más remedio y la miro a los ojos porque está ahí y disimular no sirve de nada. No quiero que me pille desprevenida, entretenida, embobada con la relación epistolar y los patriotas de ambos bandos; a uno no llego, en el otro me quedo corta. Me levanto, doy buenos días a la tristeza y me agarro a lo bueno que me acompaña, que siguen estando incluso a miles de kilómetros. Al ‘¿cómo estás?’ como baliza infalible del ‘estoy aquí’. Son los que he elegido.
Buenos días, tristeza; aquí estoy, aquí me tienes, pero no estoy sola, cabrona.
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