Sólo espero, suplico, que dejéis la franja de las 10 a las 12 del mediodía y de las siete a las ocho de la tarde libre para nuestros padres y abuelos. Esto no es una competición para ver quién lo ha pasado peor durante el confinamiento, pero son los que más tiempo llevan ya en casa sin salir ni para comprar el pan, acojonados perdidos y viendo como sus amigos, sus vecinos, los de su misma quinta, han caído como chinches durante la pandemia por edad, por patologías previas y por el abandono total en las residencias de ancianos.
No admito peros. Sacas el perro a otra hora, tienes de 12 a siete para hacer la compra y pasear con tus hijos, puedes hacer deporte por la mañana temprano o a partir de las ocho de la tarde. Las tres horas de nuestros mayores son sagradas. O deberían serlo. El virus sigue aquí, entre nosotros. No hay vacuna todavía y la mayoría según los expertos acabaremos infectados; la clave está en que no enfermemos al mismo tiempo porque no hay sistema sanitario que lo aguante y más si no tiene material para protegerse, respiradores para atendernos y han padecido recortes salvajes en los últimos años. La única clave para frenar la maldita curva ha sido que nos quedáramos todos en casa y ahora que nos permiten disfrutar de la calle no podemos poner en jaque a las personas que tienen más riesgo de morir si se infectan.
Son tres horas, sólo tres horas al día. Respetemos escrupulosamente las salidas de nuestros mayores que tanto necesitan pasear, que les dé el aire y les toque el sol. Que puedan pensar que este mundo también sigue siendo suyo por extraño e irreal que parezca. Que sueñen con un futuro también para ellos. Que no tengan que sortear perros, niños, patinetes ni runners. Que sientan que las calles son suyas y les estaban esperando para que las gocen a paso lento y perciban las diferencias desde la última vez que las vieron ahora que ha estallado ya la primavera.
Son los padres que nos criaron, los abuelos que nos ayudaron porque la conciliación era imposible. Curtidos en la posguerra, incrédulos en la opulencia, leales y desprendidos en las crisis. Tan generosos y currantes toda su vida. Son los de los tuppers siempre a punto y los que reclamaron en manifestaciones unas pensiones justas. Ahora lo mejor que podemos hacer por ellos es dejarles tres horas al día. No es tan difícil y tenemos una gran oportunidad para demostrarles lo mucho que nos importan y que no sobran, que son importantes en esta sociedad, que les queremos y admiramos. Podemos ahora devolverles una pizca de lo mucho que nos han dado simplemente con que respetemos su espacio. Son sólo tres horas. No les jodamos.
