“Si salimos de esta vamos a acabar todos cazando moscas y no habrá suficientes para todos”, soltó mi madre confinada al teléfono hace ya un par de semanas. Aquella tarde estaba animada, hoy sin embargo ha reconocido lo contrario: “Llueve y no tengo ganas de nada. Tengo un día de mierda”. Tanto mi padre como ella son de riesgo (los dos están operados del corazón) y no bajan a la calle bajo ningún concepto. Mi hermano se encarga de llevarles la comida una vez a la semana y son ya demasiados días en un piso pequeño de Alcorcón contando pasos por el pasillo y sorteando la mesa del comedor. No tienen ordenador, no tienen wifi, pero se sienten cómodos en las videollamadas y juegan al bingo con las nietas. Ese gesto, el de poder comunicarse con la familia, puede marcar la diferencia entre un día de mierda y uno bueno.
He leído no pocas críticas a las redes sociales y la mayoría con motivo; en esta situación los propagadores de odio y bulos resultan especialmente dañinos y es casi imposible que no se cuelen por las rendijas, pero a mí las redes me están salvando muchos días; me espantan las moscas. Me asomo y busco la risa, los amigos que han colgado algún comentario o una fotografía, los conocidos con las bromas y hasta los desconocidos ya no lo parecen tanto porque casi todos nos estamos abriendo y no tenemos tanto pudor en enseñar pedacitos de nosotros: un rincón de la casa, el perro, los juegos y dibujos de los niños, lo que cocinamos o miramos desde el balcón. Hace poco, por ejemplo, me enteré de los directos que todos los días hace desde su cuenta de instagram la actriz Ana Milán. Yo acababa de leer un artículo que me había dejado el cuerpo y el alma del revés y las moscas revoloteaban por mi cabeza, el pinchazo se colocó justo en la boca del estómago y respirar con normalidad me parecía un triunfo, así que entré en twitter a buscar consuelo y me topé con un hilo que recopilaba las anécdotas que Ana Milán había contado. El efecto fue instantáneo: la angustia desapareció a base de carcajadas. Lo compartí por si alguien, como yo, no se había enterado de la maravilla y andaba buscando lo mismo. Las redes al final no son más que una ventana al mundo que te ofrece la opción de mirar lo que a ti te interese, te sirva, te guste, te provoque curiosidad, pero en medio de esta pandemia y confinamiento son, pueden ser además, un flotador al que agarrarse.
Ayer salía del estanco (sí, sigo fumando) y escuché a un señor contestar a la pregunta de “¿qué tal?” con un contundente “pues desquiciado”. En la última semana he notado ese cambio: el de responder con la verdad a preguntas que antes eran una mera formalidad y en las que activábamos el piloto automático. Vecinos también a los que no conocía mucho y que si me los cruzo contestan ahora al “qué tal” con un “pues tengo un mal día”. Nos reconocemos por fin como personas vulnerables y al decirlo en voz alta y comprobar que la reacción del otro es de comprensión y no de extrañeza o rechazo nos sentimos reconfortados, aliviados. No es un defecto sentir miedo.
“Ojalá te toque vivir tiempos interesantes”, reza una maldición china. Y éste que nos ha tocado sin duda lo es. No tengo ni pajolera idea de cómo ni cuándo saldremos y no soy entomóloga como para disfrutar de ello, aunque me distraen y me parecen apasionantes las teorías de filósofos, psicólogos o catedráticos de lo que sea que leo en los periódicos (sí, sigo comprando periódicos). Tengo claro en cambio lo que a mí me salva y no me hacía falta una pandemia para reafirmarme: los afectos y las risas. Y ambos los puedo encontrar en las redes sociales en estos días en los que tengo a la familia a 600 kilómetros, a los amigos en sus casas en lugar de en las sobremesas y al marido y al perro sobreexplotados como fuentes de amor y de paso sube vino. Cerrar esa ventana, no dejar que haya corriente y que se me airee la cabeza sí que sería una maldición. Las moscas entonces se quedarían en casa.
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