He empezado a cocinar para entretenerme y, sobre todo, para abrir una vía de comunicación con mi madre. Así no hablamos todo el rato, continuamente, del ‘tema’. Ella me explica cómo se hacen unas lentejas, yo lo apunto, compro los ingredientes y al día siguiente le mando la foto de lo que me sale. Cualquier cosa que sirva para evadirme y que mi voz suene alegre (porque mi madre, como todas, tiene un radar incluso por teléfono), es bienvenida. He pasado el pánico ya de las dos primeras semanas porque mis padres habían asistido a un concierto de la Pantoja en el Wizink Center de Madrid justo la semana anterior a que se decretara el Estado de Alarma, así que la cuenta atrás ha sido un tormento. Ya han transcurrido 14 días; no están infectados. El alivio es enorme.
Cocino mucho, pero como poco. Incluso cuando era niña y tenía exámenes adelgazaba porque los nervios me atenazaban el estómago. Igual me pasa con el sueño. Si ya ‘antes de’ tenía periodos de insomnio, ahora me dan las seis de la madrugada y no encuentro el interruptor para apagar el cerebro. Puedo llorar y reír en un intervalo de menos de cinco minutos. Escucho música y salto por el pasillo del salón a la cocina. Me cuesta concentrarme viendo películas y series, no he abierto un libro. Ya soy capaz de leer artículos aunque luego me pese el alma. Hoy me he gritado con una chica en la calle y me avergüenzo de ello. Salgo siempre a aplaudir al balcón a las ocho y saludo en plan victoria a una señora mayor en la que nunca había reparado. Me da vida ese rato. Después toca sacar al perro y me conozco ya los rincones donde los vecinos cantan y sacan los altavoces a la terraza mientras destrozan Tusa o Waterloo; paso por ellas porque me hacen sonreír y así el paseo con Groot no me resulta un castigo. Mi marido, el que antes iba a una redacción y ahora está en casa, ha formado tándem con él y ahora ninguno de los dos me hace caso. No les culpo.
Comencé una lista a la que llamé ‘cosas raras’ al principio del confinamiento en la que apunté que cuando se termine me atropellará un coche porque me estoy acostumbrado a cruzar sin mirar. Hablo con amigas sólo cuando tengo buen rato; no quiero agobiar ni contagiar angustias. En los chats comparto pocas cosas y todas positivas: memes, bromas o fotos de mis adelantos en la vitrocerámica (como un día se vaya la luz me da un jamacuco). La única red social que uso es twitter y me hace reír y pellizca el corazón a veces a partes iguales. Últimamente menos porque he silenciado a gente que me cae bien a lo que antes llamaba vida real.
Repito expresiones como “esto es lo que hay”, “muchos ánimos” y “bien, estamos bien”, cuando estamos lejos de estarlo. Me han cobrado la cuota de autónomos, en breve tendré que presentar el IVA de facturas que aún no me habrán pagado y a mi alrededor crecen los ERTES. No quiero pensar en la pregunta de ¿qué vamos a hacer? porque no tengo respuesta.
Fumo el doble que antes y por mí no será la bajada en la venta de vino. He ordenado estanterías y encontrado fotos escondidas entre los libros que me hacen, otra vez, reír y llorar en tiempo récord. Me compré una caja para darme mechas en un momento de subidón y ahora no me atrevo a usar el producto porque la liaré parda, aunque no descarto teñirme de azul si esto se alarga. Me vuelvo a morder las uñas que antes me pintaba de rojo, pero aún no he sucumbido a la idea de ordenar el armario que para mí sigue siendo ir contra natura.
Todavía me sobresalto. Siempre hay un momento en el día en el que escuchando las noticias, las cifras, de las que intento huir con escasos resultados en el que de repente me oigo decir en voz alta: ¿Pero de verdad todo esto está pasando? Releo lo que he escrito antes de enviarlo y sí: está pasando.
