Es rubia y joven, no parece haber cumplido los 40 años. Tiene acento extranjero y hasta ayer no sabía cómo se llamaba: Elisa. Elisa es la limpiadora de las escaleras del bloque donde vivo. Viene los jueves y me la había cruzado antes; nos saludábamos y ella me respondía sonriendo que no había problema cuando le pedía disculpas por pisarle lo fregado. Ayer, con una mascarilla puesta, pasaba el paño por la barandilla cuando por fin me paré, le pregunté cómo se llamaba y a continuación por su situación: “Claro que tengo miedo de contagiarme, pero la empresa me dice que debo venir y tengo miedo de que me echen si me niego”. Quedé con ella en llamar a la empresa que tiene contratada mi comunidad de vecinos, que ya nos podemos limpiar nuestras escaleras sin dramas, y me contestó: “Es que no es sólo éste portal, voy a más”.
Nos aplaudimos por los balcones, nos damos ánimos, hacemos videollamadas con nuestra familia y amigos y, por fin, nos hemos dado cuenta de que alguien limpia lo que ensuciamos. Mi madre trabajó como trabajadora doméstica durante gran parte de su vida y yo la acompañé para ayudarla en varias ocasiones cuando ya estudiaba en la Universidad, así que su curro no me es ajeno aunque laboralmente nunca me he dedicado a ello. Esta crisis está dejando al desnudo, en pelota picada, las diferencias de clase hasta para aquellos incluso que pensaban que no pertenecían a la acomodada. Recuerdo una conversación con amigos periodistas que subió de decibelios cuando salió el tema de una beca de un periódico -que después aseguraba prácticas- que costaba un pastón y me dijeron que no era para tanto. “Sí, sí que lo es. Yo jamás habría podido pagármela”, contesté. Ellos sí. La conciencia de clase es justo eso: darse cuenta de cuál es tu posición.
Si elegí este oficio fue por vocación, no para hacerme rica. Mi padre, que durante años trabajó en los talleres de un diario, intentó quitarme la idea de la cabeza: “Te vas a comer los codos de hambre”. No iba muy desencaminado, aunque hasta ahora he conseguido vivir bien y trampear las sucesivas crisis. Ahora que ha llegado la grande espanto del cerebro como si fuera una mosca molesta las preguntas sobre de qué viviré o cómo pagaré la cuota de autónomos y adelantaré el dinero del IVA cuando, de lo poco que me queda, todavía no me habrán pagado. Lo cuento porque ni soy la única, ni estoy sola. Somos muchos, somos legión los de estar al día, que desconocemos cómo vamos a sobrevivir a esto y a los que nos han dado respuestas tan ambiguas que hasta los gestores envían correos electrónicos cada vez que aparece Pedro Sánchez para advertir que no están muy seguros del procedimiento a seguir. Y pese a todo, no somos, no soy, Elisa. A mí no me están obligando a salir a trabajar para limpiar lo que los demás ensucian temiendo por mi salud y mi sustento.
Cuando salgamos de nuestro piso con wifi a comprar o a pasear al perro y veamos el suelo limpio estaría bien que nos demos cuenta de que alguien ha trabajado para que luzca así. Y que ahora está arriesgando más que nunca su salud. Y que quizás podemos ayudarlas. Porque de esta no saldremos si no nos cuidamos los unos a los otros, si no colaboramos. Ni tú, ni yo, ni Elisa, ni nadie.
