Me he ido enterando de lo que sucede en el juicio contra Harvey Weinstein en Nueva York gracias a que me leo el periódico empezando por atrás y no me paso las páginas en las que lo cuentan junto a la noticia de la última compra de pisos del cantante Ed Sheeran o que Kiko Rivera celebra su cumpleaños más amargo. No deja de ser significativo que esté ubicado justo ahí, en chismorreos varios, el juicio a un magnate, un intocable, por abusos y agresiones sexuales, que dio pie al movimiento #MeToo en el que mujeres de todo el mundo se atrevieron a hacer públicos sus casos de acoso, de violación, de malos tratos o de simple condescendencia machista. Esa es la importancia que se le da a menudo a la violencia contra las mujeres: la irrelevancia.
Y así, entre las adquisiciones de los famosos ya sean pisos, cuadros o zapatos, los nacimientos de la realeza y las separaciones y defunciones de cantantes o diseñadores, leí que la abogada de Weinstein, Donna Rotunno, había declarado en The New York Times: “No he sido sexualmente asaltada porque nunca me he puesto en esa posición”. Tal cual. Abundan ahora, subrayadas y en negrita en los medios, las declaraciones de mujeres que afirman no haber pasado nunca por situaciones de riesgo, acoso o menosprecio (por supuesto jamás subiendo en la escala por violaciones y si estuvieran muertas no lo podrían contar) y que usando su voz y posición social lo cuentan desde una supuesta superioridad en la que, básicamente y por resumir, ellas son las listas y las demás las gilipollas. Entiendo que no es plato de buen gusto reconocerse como una víctima y que, empoderadas como creen estar, se muestran como las abejas reina de un panal en el que ven a las otras, las que se quejan, como pobrecitas, plañideras, seres latosos que las dejan mal como colectivo. A mí me dan pena, que debe ser justo lo que más les molesta a ellas.
Pena porque por muy leídas que sean, y lo son, por mucha cultura que tengan, y la tienen, siguen negando una evidencia histórica: que las mujeres ahora, hoy, en pleno 2020, no están en posición de igualdad con los hombres en ningún país del mundo. En ninguno. Ni cobran igual, ni acceden a los puestos de poder igual, ni son consideradas igual, ni se las trata igual. No es que ellas sean más listas, es que las demás que lucharon para que tuvieran los mismos derechos que los hombres se dieron cuenta que lo que las oprime es un sistema contra el que hay que pelear día sí y día también. Repito: un sistema. Pena porque si no son conscientes de que en su día a día el machismo está presente hasta en lo más cotidiano y no tiene nada que ver con su preparación, cualidades y sí con su resistencia ante la adversidad (es decir, el machismo), no habrá manera de que se caigan del guindo. El feminismo es un despertar. Y cuando eres consciente ya no hay marcha atrás porque revisas todo lo aprendido, vivido e integrado en el disco duro como parte del problema. Y ya no dejas de revisarlo. Yo cada día aprendo algo nuevo y me doy vergüenza en muchas ocasiones por no haberme dado cuenta antes.
Pero, ante todo, las de “a mí eso no me ha pasado jamás” me dan pena porque debe ser terrible vivir como una autómata sin emociones. Y la empatía es una capacidad fundamental en el desarrollo emocional de cualquier persona, ya sea hombre o mujer. Ese poder ponerse en la piel del otro y tratar entonces de comprender lo que al otro le pasa. En el improbable caso de que a ellas no les haya pasado, por no decir imposible: ¿Qué razón hay para situarse en el pedestal como la más espabilada del chiringuito en lugar de escuchar a las que te están explicando que no fue culpa suya, ni de dónde estaban ni de cómo vestían? ¿Qué falta hace negar el pan, la sal y la voz a las que también se creían a salvo y fueron agredidas o asesinadas por el simple hecho de ser mujeres? Y a las que no tienen voz o no se atreven a usarla… ¡Ah! ¿Que se jodan? Esa ausencia de cerebro para procesar, orejas para escuchar y alma para sentir es, sin duda, lo que más pena me da. Se sitúan en un trono rodeadas de mierda y ni siquiera se tapan la nariz porque juran que nada les huele mal.
Despertar también es una decisión. Una que duele y es incómoda, pero soportable. Lo que no soporto porque no me da la gana y me asiste la razón es todo lo demás. A Donna Rotunno, la abogada de Weinstein, más allá de ejercer su profesión y asistir a su cliente que tiene derechos, alguien debería decirle que a las mujeres no las agreden porque se lo busquen: las agreden por ser mujeres. El día que ese hecho explote en su cabeza, y en la de muchas otras, no habrá marcha atrás. Y no tendré que leerlo al lado de las penas de Kiko Rivera.
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