Salí del cine después de ver el documental ‘Untouchable’ con muy mala leche. No cuenta nada que no supiera, leyera o hubiese visto ya sobre Harvey Weinstein, el todopoderoso productor de cine norteamericano que el próximo 6 de enero será juzgado por delitos de violación y abusos sexuales, pero es necesario seguir escuchando el testimonio de las mujeres a las que agredió durante casi tres décadas, de sus empleados que sabían o sospechaban lo que hacía y de los periodistas que destaparon el caso. Al final del documental de la británica Ursula Macfarlane, una periodista señala: “Con su detención, con la caída del grotesco magnate, se corre el peligro de pensar que ya está, asunto solucionado. Y no es así. Hay un sistema el que le protegió”. Y ese sistema sigue existiendo.
El caso de Weinstein prendió la mecha del movimiento #Metoo que supuso un antes y un después ya no en Hollywood, sino en nuestras pequeñas y cotidianas vidas. De repente nos dimos cuenta de que teníamos voz y que podíamos y debíamos usarla, que juntas éramos más fuertes y que lo que habíamos callado o hablado en la intimidad no era una experiencia personal aislada, sino una constante universal: desde la condescendencia al acoso, el abuso, las violaciones y el silencio con el que lo habíamos envuelto porque pensábamos, con buen criterio, que contra el poder establecido era imposible luchar. Y entonces se abrió una presa que nadie fue capaz de contener, la de millones de voces de mujeres contando lo que les había pasado.
En el documental se explica el entramado perverso en el que la palabra de Weinstein y su dinero para conseguir llegar a acuerdos prevalecía contra la de mujeres que querían cumplir sus sueños y se toparon con un monstruo, un sheriff que se jactaba de serlo. Las que se atrevieron a hablar fueron difamadas primero, su testimonio se puso en duda -a Ronan Farrow, el autor del reportaje en The New Yorker, le exigían más y más mujeres que fueran “creíbles y no parecieran unas locas”- y la frase recurrente es la de por qué habían tardado tanto en denunciarlo en lugar de escarbar en la cuestión principal: ¿Cómo es posible que un depredador sexual actúe impunemente durante 30 años? Y la respuesta no es otra que porque era poderoso y tuvo cómplices.
Todavía hoy, ahora, se sigue actuando exactamente igual. Está pasando con las denunciantes del tenor Plácido Domingo. La mayoría no ha querido que se revele su nombre en los artículos que está publicando Associated Press y este punto es el asidero principal al que se agarran los que dudan de su testimonio sin considerar que en el comunicado público que realizó el propio Plácido Domingo ya estaba admitiendo su culpabilidad con la frase de “reconozco que las reglas y estándares por los cuales somos, y debemos ser medidos hoy, son muy diferentes de lo que eran en el pasado”. Y tiene razón. Las reglas han cambiado, sí. La principal es que ya no nos callamos y lo denunciamos, pese a seguir teniendo miedo a las represalias y de ahí que las fuentes quieran permanecer en el anonimato.
Me pregunto cuántos intocables siguen existiendo ya no en el mundo de las artes, sino en los negocios, en la política -ahí está Trump y sus ‘las agarro por el coño’-, en el deporte -ahí está el caso del doctor Larry Nassar que abusó durante 30 años de gimnastas y deportistas- y en todas las parcelas en las que alguien utiliza su poder para atropellar a las vulnerables. Pero, ante todo, me pregunto cuánto tardarán en caer tras ser amparados por el sistema y las redes de protección de siglos. Lo que ya no cuestiono es que terminarán haciéndolo si continuamos hablando, si seguimos usando nuestra voz. Los intocables tienen motivos para protegerse entre ellos y me parece bien, jodidamente bien, que sientan miedo. Es lo mínimo.
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