Hace unos días leí que en Estados Unidos se ha creado todo un negocio para combatir la soledad. Desde alquilar amigos, abrazos o sentarse en la calle a hablar con desconocidos. Las autoridades sanitarias alertan que hay una epidemia de soledad y que es más dañina que la obesidad o que fumar 15 cigarrillos diarios. Mi primera reacción fue pensar que el mundo se está volviendo loco. Luego me paré a pensar… Quizás no me hubiera ido mal alquilar un amigo este verano en Barcelona.
No me he movido de la ciudad durante estos meses y me organicé para disfrutar de los días libres aunque no pudiera compartirlos con nadie más allá de mi perro. Largos paseos, libros de crímenes, podcast que tenía pendientes sobre cine y series, series de televisión que no había visto por falta de tiempo o pereza. Incluso trasnoché para ver el Mundial de natación con la tranquilidad de que al día siguiente mi rendimiento laboral no se vería mermado. Durante semanas me fue bien, tener tiempo para perderlo es un regalo y me propuse además desconectar mi atención de los asuntos que normalmente me ocupan tanto espacio mental que no tengo energías para más. Funcionó. Estaba relajada. Pero de repente, un día de agosto, eché de menos a mis amigos que estaban esparcidos por el mundo y les escribí un whatsapp para saber cuándo regresaban. Ninguno lo hacía hasta la siguiente semana y sólo durante unos días antes de volver a marcharse otra vez. Y fue entonces cuando todo se torció.
Hacía demasiado calor para pasear durante el día y demasiado para dormir bien por las noches. El barrio medio vacío ya no me parecía atractivo; quería mi bar de vermuts, mi carnicería, la panadería, el celler y dejar de dar vueltas bajo un sol abrasador para conseguir comprar un periódico, pero sobre todo, ante todo, echaba de menos a mis amigos. Sin otra opción que dejar que pasaran los días alrededor del ventilador con la esperanza también de que se llevara mi mal humor esperé a que regresaran para dejar de sentirme sola.
A todo esto, comparto vida y piso con mi marido que tenía que trabajar. Es decir, que mi caso es una birria. Y sabiéndolo, siendo consciente de la red de afectos que he tejido y que necesito tanto como respirar, volví a leer la noticia del alquiler de abrazos, de amigos, de paseos, de charlas. Y me he propuesto mirar más y mejor a mi alrededor. Porque en los paseos con el perro, por ejemplo, me encuentro a ancianos sentados en los bancos dejando pasar la mañana, solos. Y nunca he hablado con ninguno. Formo parte del entramado que no hace nada para aliviar las soledades ajenas. Me comprometo por escrito a no volver a hacerlo. Y aquí dejo constancia.
