“No había cumplido los 18 años, recién llegada a Madrid del pueblo, y ya trabajaba en una fábrica de enchufes. Después de 15 meses cuando me tenían que hacer un contrato me echaron. Luego vino Galerías Preciados, en la misma calle Preciados, en la cafetería secando platos y vasos y tazas; que no estaba mal porque veía a otras que llevaban tiempo y les tocaba fregar y tenían las manos destrozaditas porque los productos por entonces eran bastante fuertes. Más tarde me puse a limpiar casas y entonces fue cuando le conocí. Me casé, tuve dos hijos. Al principio él tenía tres trabajos a la vez- que apenas nos veíamos- hasta que le contrataron en los talleres de un periódico, donde estuvo 20 años y le despidieron con 57 cuando la empresa cambió de dueños. Para que le quedara una pensión digna hacía falta seguir ingresando dinero así que yo volví a trabajar limpiando, pero sin cotizar en ningún sitio, que es para darse de cabezazos contra la pared porque ahora no me ha quedado nada. A él una pensión de poco más de 1.000 euros después de más de 40 años trabajando y nos llegó hace poco una carta que le subían 0,25 por mes, que ya me dirás… “
Ayer ninguno de los dos estuvo en la manifestación. “Teníamos médico porque en unos análisis le ha salido que tiene la bilirrubina alta, que a mí de lo único que me suena es de la canción, la verdad, pero le tenían que hacer unas pruebas antes de ir a buscar a las dos nietas al colegio y darles la merienda, bañarlas y la cena, pero ya he visto que había un montón de gente en la calle” me cuenta por teléfono.
Educaron a dos hijos haciendo hincapié en el esfuerzo. A trabajar no se faltaba por tener un resfriado. Todo cuesta y si con el pavo de la adolescencia quieres unas zapatillas de marca, o un jersey, pues no va a poder ser porque en esa casa no había para tonterías. Sí para colegios, universidad, el “te echo una mano que tenemos algo ahorrado para que puedas dar la entrada del piso”, pero teniendo claro que “aquí no vas a estar a la sopa boba. Si no quieres estudiar, tú verás, pero ya te puedes dedicar a a algo”. La hija mayor es periodista, el menor está en el sector de la hostelería porque en el verano que suspendió el COU se puso a trabajar haciendo bocadillos, aprendió el oficio, se matriculó más tarde por empresariales y ahora se encarga de dos restaurantes. La periodista no tiene horarios y se marchó a vivir a 600 kilómetros; el hostelero tampoco porque va de un local a otro y cada vez que hace falta vuelve a ser camarero, supervisor y relaciones públicas todo en uno. Su mujer también trabaja y los abuelos han sido claves para las urgencias. Y ellos encantados porque vuelven a sentirse útiles y quieren a sus nietas con locura, con un amor correspondido por ahora sin fisuras. Un “te quiero mucho abuelita” seguido por “¿me puedes poner al abuelo al teléfono que le tengo que contar una cosa y como siempre lo coges tú…?”
La edad les pesa desde hace ya tiempo. Ni el físico -los dos están operados del corazón- ni los reflejos funcionan igual. “¡Pero qué vas a estar tonta abuela!, me contesta cuando digo que ando algo turbia” y a 600 kilómetros la mayor, la periodista, escucha cada detalle del día a día.
Los que ayer salieron a la calle reclamando pensiones justas y que han soportado y aguantado las economías ya no de su generación de la posguerra, sino también de las siguientes, nos han vuelto a dar una lección. Yo les oigo, alto y claro. Y he vuelto, otra vez, a sentirme orgullosa de mis mayores. Porque la periodista soy yo, el hostelero mi hermano y ellos, mis padres.
